De su cabeza han salido palabras como iPhone, iPod o iMac, conceptos que han cambiado el mundo. Pero un cáncer acabó con la imaginación del hombre más obsesivo de Sillicon Valley, el arrogante, el peculiar. El genio de Apple.

Nadie ha sabido interpretar el futuro mejor que él. Lo vio claro desde el principio y perseveró hasta ponerle su firma a una parte cada vez más significativa del mundo moderno, que hoy se rige por sus planteamientos. La suya fue una revolución en dos partes, después de ser víctima de un golpe de estado orquestado en su propio palacio, y de volver once años más tarde para llevar al imperio de la manzana a alturas que nadie ha alcanzado en la era de la tecnología.
Se llamaba Steve Jobs, tiene 55 años y pasará a la historia como el fundador de Apple, una compañía que el año pasado facturó 65.000 millones de dólares. Para muchos, Jobs fue el oráculo, el visionario que cambió la percepción de aparatos básicos como ordenadores y teléfonos para siempre, un maestro de la sencillez productiva.
En realidad es cierto. Tenía todos los ingredientes del genio. Metódico, trabajador, obsesivo, extraordinario, tenaz, paciente e insoportable a la vez. Lo dicen sin titubear los que le han seguido de cerca. Poseía un aura de tipo incómodo, difícil de complacer y exigente hasta límites irracionales con su gente. Quizá por eso, solo los incondicionales han aguantado a su lado, fieles a un estilo que se ha acabado por imponer y que puede durar décadas, pese al adiós temprano del gurú de los ordenadores tras una larga batalla contra el cáncer.
Esa leyenda negra la conocen muchos desde sus tiempos en Pixar, la empresa adquirida por la Apple de por Jobs en 1986, responsables de películas de dibujos animados como “Toy Story” o “Ratatouille”. Cuentan que la cafetería y los ascensores cambiaban de atmósfera cuando pisaba por allí el empresario precoz. Y otros, como Jef Raskin, responsable de proyectos para Macintosh, no dudaban en ratificar la actitud del ‘enfant terrible’ de Apple con un comunicado al presidente de la compañía en los 80, Mike Scott, una retahíla interminable de defectos.
“Jobs se ausenta de la reuniones con regularidad, actúa sin pensar y con mal juicio, no atribuye méritos cuando es necesario… toma decisiones absurdas tratando de ser paternal, interrumpe y no escucha, no cumple con sus promesas y compromisos… hace cálculos demasiado optimistas y es en ocasiones, irresponsable y poco considerado”.
Claro que la osadía le costó el puesto a Raskin, lo mismo que a un empleado que le trajo una clase de agua mineral equivocada y a otro a quien no le sentó bien que se mofara de su acento sureño.
Con esa reputación, no es de extrañar que hubiera tanto miedo a Jobs en San Francisco y sus alrededores, donde se congrega la crema y nata del mundillo tecnológico. Y son pocos los capacitados -o interesados en hablar de su figura. “El grado en que la gente temía a Jobs en Sillicon Valley era increíble”, dice Robert Sutton, profesor de la universidad de Stanford, donde el fundador de Apple dio uno de sus memorables discursos en 2005. “Hizo que mucha gente se sintiera fatal. Hizo llorar a muchos”.
Pero no todo son detractores de su personalidad. Pamela Kerwin, una ex colega suya en los años de Pixar, aseguraba en una entrevista que Jobs cambió con los años. “Ultimamente escuchaba mucho más y estaba más relajado, más maduro”.

Su carácter irascible es una contradicción, al menos en términos psicológicos, al revisar en los anales de su infancia, peculiar por el hecho de ser un niño adoptado, pero sana y privilegiada en todo lo demás. Sus padres biológicos, los estudiantes universitarios Joanne Carole Schiebel y Abdulfattah Jandali, de origen sirio, le dieron en adopción a una familia de clase media que se acabó por instalar en Mountain View, California, a unos pocos kilómetros del lugar elegido por su bebé para fundar, unos cuantos años más tarde, una de las compañías más importantes del mundo.

Jobs, nacido en abril de 1955, creció en pleno valle de Santa Clara, -al sur de San Francisco-, que entonces era un gran campo sin rastro de edificios de Netflix, Intel o Facebook.  Su casa, de hecho, era una especie de rancho en el que creció junto a su hermana, Patricia.

Su padre trabajaba como maquinista para una empresa de láser, y su madre era una secretaria en un colegio local. De su padre, Jobs recuerda que era “un genio con las manos”, arreglando coches viejos en su garaje y revendiéndolos para pagarle el colegio al joven Steven. En esos años, ambos solían pasar tiempo en los chatarreros buscando piezas.

De ese trabajo en el garaje, surgió su fascinación por la tecnología, como muchos otros niños del valle del silíceo, a punto de vivir su boom particular en las siguientes décadas. Pese a todo, Jobs no era un niño -nunca cursó estudios universitarios- sino más bien listillo y arrogante, enfrentado con sus profesores de escuela desde pequeño y reticente a mezclarse con determinada clase de gente.

Gracias a esa discriminación selectiva, se entiende, y a su particular manera de entender las cosas, dio golpes de efectos que han cambiado el mundo como lo conocemos, presentando productos como el iPhone, el Ipod o el iPad, revolucionarios en todas sus formas.

Su gran problema ha sido el cáncer. La primera noticia de la enfermedad golpeó con fuerza las acciones de la compañía en 2004, después de que Jobs se ausentara del trabajo durante meses para someterse a una cirugía en el páncreas, con el consiguiente tratamiento de quimioterapia. Pero no estaba superado el trance porque en 2009 se tuvo que someter a un trasplante de hígado, que volvió a alimentar los rumores del posible final del empresario californiano.
Pero más que el cáncer, dicen que el dolor más profundo en la deslumbrante trayectoria del visionario californiano, fue su salida de Apple en 1996, eliminado de la junta directiva por los malos resultados de su último invento, la Macintosh. Su represalia fue fundar una compañía de ordenadores, Next, que Apple entendió que debía comprar por 400 millones de dólares. Al volver, ya nada fue como antes. Jobs se hizo con los mandos de su “primer amor adulto”, como lo definió en una entrevista, aquel que no debió abandonar nunca por el bien del mundo civilizado. Sólo la muerte ha podido con su determinación. Se ha ido un genio moderno.

 

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